Más que Japón, habría que decir japoneses: ¿Queda algo en nuestros días de ese pueblo que participó en la II Guerra Mundial y la perdió?
Los mismos japoneses lo dudan. A los de fuera, nos admira la educación y disciplina japonesa, el respeto, el sacrificio, la resignación ante la tragedia, la capacidad para superar los desastres, etc. Lo achacan a la filosofía samurái, una forma de vida y de pensamiento que han practicado los japoneses, aislados en sus inestables islas durante miles de años.
Dicen los propios japoneses que la catástrofe de Fukushima ha dejado al descubierto los cambios de la sociedad japonesa: es cierto que cientos de japoneses se han presentado como voluntarios para sacrificarse en las centrales nucleares averiadas por el tsunami, en favor de su país, pero la mayoría de esos voluntarios tiene más de 60 años. Esos voluntarios se lamentan de que los jóvenes de hoy no tienen ese espíritu de sacrificio que atesoraban los japoneses de generaciones anteriores. El motivo, que los jóvenes de hoy están muy influidos por los valores de Occidente, donde prima más lo material que lo espiritual.
Las pasadas generaciones japonesas estaban educadas para sacrificarse por los demás. La ley de la colmena. De acuerdo con esa ley, la comunidad, el grupo, predomina sobre el individuo y, en ese contexto, se acostumbra a hablar de los kamikazes, individuos que no dudaban en suicidarse dirigiendo un torpedo contra un barco enemigo para hundirlo.
No sé si los cambios generacionales japoneses han ido a peor. Para mí es admirable que haya personas en nuestro tiempo que sean capaces de sacrificarse por sus conciudadanos. Nada que ver con la obediencia ciega, nada que ver. La obediencia ciega no despierta en mi ninguna admiración, todo lo contrario.
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