Las agencias de viajes suelen presentar maravillosas imágenes para convencernos de sus ofertas vacacionales: entre otras, nos presentan playas paradisíacas desiertas, con arenas blancas y aguas transparentes. Pero esas playas no existen. Estoy convencido de que las fotografías las hacen en temporada baja o a esas horas en las que, habiendo salido el sol, los turistas todavía duermen la mona de la noche anterior.
La realidad es diferente: Puede que nos atraiga la soledad de una playa por el interés que tenemos en apoderarnos de ese paraíso, pero en realidad sabemos, que estando solos, los paraísos no existen. En el fondo nos gustan las aglomeraciones. Muy poca gente es capaz de pasar un mes en una playa solitaria; ni siquiera 15 días o una semana. Por eso nos empeñamos en coger las vacaciones en julio y en agosto: todos a la vez; bueno, casi todos, que hay personas que se tienen que aguantar con tenerlas en junio y septiembre y muchos millones que no se las pueden permitir a pesar de tener todo el tiempo del mundo.
Terminamos amontonados en la playa, disputándonos la primera línea para estar cerca del agua. Cientos de jubilados que parecen no dormir por la noche, en cuanto abren las calles, se dirigen a la playa y colocan sus sillas plegables y sombrillas para ocupar esa primera línea. Se extraña uno, de que con tanto chino ofreciendo masajes y tanto senegalés vendiendo gafas y relojes, no se dediquen a reservar la primera línea de playa a los turistas dormilones. ¡Qué confusión! Extiendes la toalla, pones la sombrilla donde puedes, te tumbas debajo y cierras los ojos. Al rato, te echan arena, te incorporas, y te encuentras con alguien semidesnudo que, agachado sobre su toalla, apunta con el culo a todas partes. Te sorprendes de tal manera que comienzas a pensar que debería haber leyes que prohibieran esas situaciones; al rato, la vecina o el vecino, embadurnado de crema hasta el cogodrillo, se ha acostado para tomar el sol y se ha quedado dormido; notas un leve ronquido que te lleva a decir con el pensamiento: “Anda: ponte de lado, que a lo mejor estás molestando”, pero te callas. Niños que tienen necesidad de pasar a su toalla y te llenan de arena la tuya o te la echan a los ojos; gentes que juegan cerca, pierden su pelota y molestan con arena y agua.
¡Cuántas molestias por un baño de sol y agua salada! En cuanto dan las siete de la tarde todos nos marchamos, como el sol que cada día busca el horizonte para esconderse en la noche, pero solo es un pretexto para arreglarnos un poco y volver a la calle a divertirnos todos viéndonos pasear. Nos gustan las aglomeraciones de día o de noche, juntarnos con otros para sentirnos acompañados y vivir una realidad diferente: quizás para evitar la soledad. Tener pareja no es suficiente, como tampoco lo es tener familia. La tribu como paraguas que protege a los individuos y a las familias: gente del mismo pueblo, de la misma ciudad, del mismo barrio, del mismo colegio, de la misma fábrica, del mismo país, del mismo equipo, huéspedes del mismo hotel, borregos todos que gustamos de una vida de rebaño.
En este viaje por la vida entramos solos en este mundo y solos salimos de él, pero mientras llega el final, pasamos el tiempo buscando compañía y amontonándonos en cualquier parte: bares, fiestas populares, campos de fútbol, ceremonias, celebraciones, montes y explanadas. Cualquier excusa servirá para juntarnos con otros en cualquier parte: calles concurridas, lugares de moda, centros comerciales, conciertos y playas.
La soledad no nos gusta; por eso, los paraísos los queremos para entrar en ellos en manada, como los animales gregarios que somos.
Nos encanta abarrotarlo todo.
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